Discurso de Elena Poniatowska al recibir el Premio Cervantes.
Por Nuria Varela.com
Hoy, en el Día del Libro, merece la
pena disfrutar del discurso de Elena Poniatowska en la entrega
del Premio Cervantes. Homenaje a las mujeres, a pobres, humildes,
indígenas, a su querido México… En su voz, palabras de María Zambrano, Simone
Weil, Frida Kahlo, Sor Juana Inés de la Cruz…
Majestades, Señor
Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor
Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Señor Presidente de la
Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales,
autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señores y señoras.
Soy la cuarta mujer
en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta y
cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la
consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y
enseñó en la Universidad Nicolaíta en Morelia, Michoacán.
Simone Weil, la filósofa
francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más apremiante del
alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin cura,
pero ella fue una exiliada de todo menos de su escritura.
La más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.
A Ana María
Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí
afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.
María, Dulce María
y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo
a quién encomendarse y sin embargo, hoy por hoy, son las mujeres de Cervantes,
al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia
de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada
piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte.
Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede
equivocarse.
Del otro lado del
océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo
desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del
conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la definió:
“Sor Juana/ es la llama trémula/ en la noche de piedra del virreinato”.
Su respuesta a Sor
Filotea de la Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una
intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra
mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya
ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en los 975
versos de su poema “Primero sueño”. Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió
sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue
castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto
inferiores.
Sor Juana contaba con
telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda científica.
También dentro de la cultura de la pobreza se
atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de
mi novela-testimonio “Hasta no verte Jesús mío”, no tuvo más que su intuición
para asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno
como una gracia sin precio y sin explicación posible. Jesusa vivía a la orilla
del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro
que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra,
para qué era todo eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo
que veía. Al creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes
había nacido como un hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía
que pagar sus culpas entre abrojos y espinas.
Mi madre nunca supo
qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942, en el “Marqués de
Comillas”, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de
tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del general Lázaro
Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que
terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y
yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos “a la inmensa vida
de México” —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol.
Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones,
la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.
Las certezas de
Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la
humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o
su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos. Al
servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: “¿No le
molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?”
Aprendí el español
en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que siempre se
referían a la muerte. “Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a María/ que no se
acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se la llevó”. O esta
que es aún más aterradora: “Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/ con un
cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./
—¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”
Todavía hoy se
mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron
asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra
de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.
Recuerdo mi asombro
cuando oí por primera vez la palabra “gracias” y pensé que su sonido era más
profundo que el “merci” francés. También me intrigó ver en un mapa de México
varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: “Zona por
descubrir”. En Francia, los jardines son un pañuelo, todo está cultivado y
al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el
que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana
y a mí y nos desafiaba:
“Descúbranme”. El
idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio
Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio
no seríamos lo que somos.
¿Cómo iba yo a
transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me
gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me
pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus
conquistados.
Quienes me dieron
la llave para abrir a México fueron los mexicanos que andan en la calle. Desde
1953, aparecieron en la ciudad muchos personajes de a pie semejantes a los que
don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino, un barbero, un cuidador
de cabras, Maritornes la ventera. Antes, en México, el cartero traía
uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su silbato, solo
avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su desvencijada mochila.
Antes también el afilador de cuchillos aparecía empujando su gran piedra
montada en un carrito producto del ingenio popular, sin beca del Consejo
Nacional de Ciencia y Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta.
Al hacerla girar, el cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos
en dos; los cabellos de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que
le afila las uñas, le cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla
dormir y cuando la ve vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un
cuchillo largo y afilado en su espalda de mujer confiada. Entonces la ciudad
llora quedito, pero ningún llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor
de camotes que dejó un rayón en el alma de los niños mexicanos porque el sonido
de sus carritos se parece al silbato del tren que detiene el tiempo y hace que
los que abren surcos en la milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala
para señalarle a su hijo: “Mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren;
algún día, tú viajarás en tren”.
Tina Modotti llegó de
Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En
1936, en España cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman
Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de
batalla.
Treinta y ocho años
más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de
una nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede
al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la
cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.
La última pintora
surrealista, Leonora Carrington pudo escoger vivir
en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy
Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el
poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso
decirles más tarde si me da la vida para tanto.
Lo que se aprende
de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador
al mundo esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que
los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia
indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy
alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en
1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos
que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol. Deseaban tener los
mismos derechos que los hombres.
“¿Quien anda ahí?”
“Nadie”, consignó Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”.
Muchos mexicanos se ningunean. “No hay nadie” —contesta la sirvienta. “¿Y tú
quién eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse
sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni
se explica a sí misma, simplemente estalla.
Durante el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar escombros que después acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame nomás Juan”, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación.
Tenemos el dudoso
privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de
habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los
pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia
no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la
muerte llamado “La Bestia” con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados
Unidos.
En 1979, Marta
Traba publicó en Colombia una “Homérica Latina” en la que los
personajes son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que
hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las
multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses
atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a
Dios en tierra de indios.
He aquí a nuestros
personajes, los que llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para
convertirlos en “angelitos santos”, la multitud que rompe las vallas y desploma
los templetes en los desfiles militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace
fracasar todas las mal intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa
anónima, oscura e imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de
nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el
miserable pueblo que ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable
la que crece y traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de
achichincle y lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—. El
novelista José Agustín declaró al regresar de una universidad
norteamericana: “Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más”. Habría sido
mejor que dijera “un limpiabotas venido a menos”. Todos somos venidos a menos,
todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he
preguntado si esa gran masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde
la Patagonia a Alaska se pregunta hoy por hoy en qué grado depende de los
Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es
avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada por los
chicanos.
Los mexicanos que
me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos
Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José
Emilio Pacheco en 2009.
Rosario Castellanos y María
Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José
Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a
decir, sobre todo Octavio Paz.
Ya para terminar y
porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que tuve un gran
amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio
Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro
amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de
nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus
presos reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida:
la de la vida y la muerte tras los barrotes.
Ningún
acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el
jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no
es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la
princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes,
sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y
en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa
del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una
cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan.
Niños, mujeres,
ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que
busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia
vida, estar en las otras vidas”.
Por todas estas
razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la
razón para agradecerlo. El poder financiero manda no sólo en México sino
en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho
Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los
destartalados, los candorosos.
A mi hija Paula, su
hija Luna, aquí presente, le preguntó: —Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?
Paula le dijo su edad y Luna insistió:
—¿Antes o después de Cristo?
—¿Antes o después de Cristo?
Es justo aclararle
hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a
México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se
borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el
viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las
usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano
en la mañana si había llegado el “Excélsior”, que entonces dirigía Julio
Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora,
escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero
no volver jamás”.
A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.
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